ALQUÉZAR

LAS CRESTAS DE LA RECONQUISTA
Huesca

En un alto de la sierra oscense, una vieja fortaleza musulmana dio nombre a la villa medieval de Alquézar. Al sabor de su casco antiguo se añaden la despampanante colegiata, los cañones del río Vero y una peculiar historia de miedo a las brujas que gobernaban las tormentas.

Alquézar © viamagicae

Hace más de mil años, moros y cristianos luchaban en las montañas de Huesca por el dominio de cada cerro. La región formaba parte de la Marca Hispánica, una zona de frontera donde se ganaba y se cedía terreno, y fue la media luna la primera en ondear aquí. Lo hizo sobre el castillo levantado por Jalaf ibn Rasid en el siglo IX.

Aunque aquel al-qasr subido a una cresta rocosa parecía inexpugnable, Sancho Ramírez logró apoderarse de él hacia el año 1067. Después, los cristianos mantuvieron el control del lugar mientras la Reconquista iba avanzando y alejando de aquí batallas y escaramuzas sangrientas.

Alquezar [1] © viamagicae

En aquella relativa paz, los rezos pronto se hicieron más importantes que las espadas, así que el antiguo bastión se fue transformando en edificio piadoso. Una comunidad agustina se asentó en Alquézar y se levantó una colegiata románica al tiempo que la villa crecía y se desparramaba por las laderas. Pero a esa primera construcción le esperaban cambios: en el siglo XIV se añadía un claustro gótico, en el XVI se reformaba la iglesia de arriba abajo y algunas de las paredes claustrales se iban cubriendo, poco a poco, de pinturas al fresco.

Así, a nuestros días ha llegado una maravillosa amalgama estilística en la que primitivos capiteles románicos conviven con elementos tardogóticos, renacentistas y barrocos. Un edificio en el que, con igual naturalidad, la historia se funde y se confunde con la leyenda.

Se cuenta, por ejemplo, que el alcázar musulmán pudo ser tomado por los cristianos gracias al sacrificio de una joven. Ella sedujo al jefe moro y le dio muerte en cuanto se quedó dormido, avisando después a los soldados que esperaban su señal para atacar. Se cuenta, también, de un abad que yació con un hada, y para expiar la falta quedó su espectro condenado a tocar eternamente las campanas de Santa María.

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Y lo cierto es que la colegiata y su campanario están vinculados a algunas creencias mágicas. En esta región existía un terror ancestral a las tormentas, y para evitarlas nacieron los esconjuraderos, pequeñas construcciones situadas en las alturas desde las que apaciguar los cielos amenazantes. Se creía que rayos, truenos y granizadas eran cosa de las brujas, que mandaban sobre las tormentas y las dirigían montando su escoba entre nubes negras. Dentro de cada bola de granizo, se decía también, hay un pelo de bruja.

Santa María la Mayor, como edificio santo y apostado en lo alto, tuvo que hacer frente a esos pánicos. Todavía en el siglo XVIII, sus esconjuradores observaban el cielo cada día, y tocando las campanas pedían a Santa Bárbara que les librase de tormentas y nubarrones diabólicos.

Pero la colegiata no es lo único que vale la pena en Alquézar. El casco histórico conserva la Iglesia de San Miguel, una hermosa plaza mayor porticada y varios de los llamados callizos, pasos cubiertos que, según se dice, permitían recorrer la villa entera sin pisar la calle. Una villa crecida en medio de los impresionantes barrancos y cañones del río Vero que, por si faltara algo, ocultan en sus cuevas pinturas de una mareante antigüedad.

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