Pero, como decíamos, serían las deslumbrantes pinturas que cubren las bóvedas de la caverna lo que más singularidad aportaría a una ermita ya muy singular. En 1705, los responsables del santuario tomaron la decisión de encargar a un pintor, cuyo nombre no se ha conservado, una obra mural que ilustrase los diez martirios que, según las hagiografías, le tocó sufrir a San Tirso. La tradición describe al santo como un soldado romano que se convirtió al cristianismo tras quedar admirado por el valor y la entereza del mártir San Leoncio. Pocos años después, él mismo acabaría siendo martirizado en tierras de la actual Turquía, y su culto pasaría a Occidente envuelto en el fantástico relato que narra su resistencia a los tormentos.
Tirso soportó, sin queja ni daño alguno, una larga sucesión de atrocidades: lo arrastraron atado por las calles, le rompieron ambas piernas, lo flagelaron, derramaron plomo fundido sobre su cuerpo, lo introdujeron en agua hirviendo, lo arrojaron desde lo alto de unas murallas, lo echaron al mar metido en un costal, lo ofrecieron a unas fieras famélicas, lo azotaron e intentaron cortar sus miembros con una sierra. De todo salió indemne, y todo lo plasmó el desconocido artista que, a comienzos del XVIII, trabajó en los muros de esta mágica ermita.