Relatos legendarios al margen, el origen del monasterio hay que buscarlo en el avance de la Reconquista y en las ansias de Ramón Berenguer IV por repoblar las tierras ganadas a los musulmanes. Estamos a mitad del siglo XII, y los monjes cistercienses parecen una buena elección para la colonización y el cultivo del lugar. Así que se asientan en este idílico entorno boscoso, y para el último tercio de la centuria ya se ha erigido la gran iglesia monástica.
Poco después comienzan las obras de un espléndido claustro y todo crece bajo la protección y el favor de nobles y reyes. Alfonso II el Casto, hijo del fundador, impulsa las obras y es el primer monarca que elige este sitio para su descanso eterno. Su nieto Jaime I, al sentir que el tiempo se le acaba, pide ser amortajado con el hábito del Císter; pero en lugar de ser enterrado como los monjes de la orden, sin ataúd y directamente en la tierra, termina también sepultado entre estos muros. Será, sin embargo, Pedro el Ceremonioso quien encargue a los escultores de su época los sepulcros y las estatuas de alabastro que van a formar el impresionante Panteón Real. Para custodiar las osamentas de los viejos reyes aragoneses, a las que también se unirán las suyas, hace levantar una sólida muralla en torno al monasterio.