Esas tribus, en cualquier caso, no eran Roma. El imperio necesitaba del precioso mineral, y no estaba falto de audacia ni de ingenieros para acometer una obra titánica que garantizase oro y más oro a las arcas imperiales. Hubo que perforar la piedra de los montes con cientos de kilómetros de galerías, para que discurriera por ellas el agua proveniente de las colinas de mayor altura. La red incluía depósitos en los que se acumulaba el líquido que, en el momento preciso, se liberaba inundando los túneles y penetrando hasta las entrañas del terreno. Así se lograba un derrumbe controlado de la montaña que permitía lavar la tierra y extraer el oro. Algo mucho más sencillo de explicar que de hacer, porque de varias toneladas de material solo se obtenían unos pocos gramos de metal amarillo.
Trabajaron allí miles de hombres que picaban la roca en negros pasadizos y pasaban semanas enteras sin ver la luz del sol. Pero la explotación, la mayor mina aurífera a cielo abierto de todo el imperio, conseguía su propósito, así que se mantuvo activa hasta algún momento del siglo II, o quizá del III. Entonces fue abandonada, y se discute si la causa de ese abandono pudo ser la pérdida de valor del oro o el agotamiento del mineral. El caso es que el complejo se dejó de usar, y la naturaleza volvió a hacer suyo aquel paisaje desgarrado por la acción del hombre. Las Médulas se cubrieron de vegetación frondosa, y los robles y castaños formaron un mar verde y espeso del que hoy siguen emergiendo multitud de rojos pedazos de montaña.