El pantocrátor y los símbolos de los evangelistas presiden ese soberbio conjunto de episodios bíblicos esculpidos en piedra que recuerda a los arcos de triunfo romanos y da una idea del esplendor vivido por el monasterio hacia el siglo XII. Esplendor en la arquitectura, en la riqueza de las obras producidas por su scriptorium y en la gestación histórica de la identidad catalana.
Continúa esa identidad muy ligada a la figura de Wifredo el Velloso, cuyo sepulcro cobijan los muros de Ripoll junto a los de otros condes de Barcelona. Al relato medieval de su leyenda se unió, siglos más tarde, el que narraba el origen de las cuatro ‘barras de sangre’ que forman hoy parte de la bandera de Cataluña. Se dijo que durante una batalla contra las huestes normandas, el emperador de los francos había mojado sus dedos en las heridas del bravo Wifredo y los había pasado sobre el escudo dorado del conde, fijando los colores de su emblema.
La tumba del Velloso y el propio monasterio de Ripoll retienen, así, la carga romántica de las historias del Medievo embellecidas e incorporadas, de una u otra forma, a la memoria de todo un pueblo.