El culto a las piedras mágicas viene, eso es seguro, de tiempos muy anteriores al cristianismo. Las rocas oscilantes se usaban en rituales de fertilidad, probaban la inocencia de los acusados de un crimen o despejaban las dudas sobre la virginidad de una doncella. También las peñas horadadas tenían su papel en el viejo mundo céltico, curando enfermos y aliviando males.
En Muxía se cristianizó el prodigio, y en adelante, la imponente ‘pedra de Abalar’, vela de la nave mariana, solo podría ser movida por quienes estuvieran en gracia de Dios. Aquellos que padecieran dolencias reumáticas o de riñones, se deslizarían por debajo de la ‘pedra dos Cadrís’ hasta nueve veces, provistos de toda su fe. Y un tercer cuerpo rocoso, la ‘pedra do Temón’, completaría los pedazos del barco legendario con más virtudes curativas y protectoras.
Santiago, María y las remotas divinidades naturales conviven pacíficamente en el santuario de A Barca, y ojalá nunca hubiesen tenido que compartir esta costa con la mole de A Ferida, un monolito erigido en recuerdo del desastre ecológico del Prestige. Pero algo más curioso, y menos dramático, espera al visitante en la parroquia de Ozón: junto a la iglesia románica de San Martiño un hórreo compite, gracias a sus veintisiete metros, con los de mayor longitud de toda Galicia.