Las construcciones se realizaron en un estilo muy singular, que ya no era visigodo y todavía no era románico. Porque, en el aislamiento del reino astur y en el temor permanente a la amenaza musulmana, se había desarrollado una forma de construir cuyo origen continúa teniendo mucho de enigma, y que floreció, en particular, bajo el mandato de Ramiro I, sucesor de Alfonso II.
Aunque el reinado de Ramiro no alcanzó los ocho años, nos legó un tesoro prerrománico en las faldas del monte Naranco, a poca distancia de la capital ovetense. Allí ordenó levantar el monarca un complejo palaciego del que formó parte lo que hoy es el extraordinario templo de Santa María del Naranco, un edificio cuyo destino original era servir de residencia regia, pero que en algún momento fue transformado en iglesia. ¿El motivo? Probablemente, que la construcción que iba a desempeñar ese papel, la bellísima y muy cercana San Miguel de Lillo, sufrió serios daños en su cabecera y en sus naves.
Santa María y San Miguel, separados por poco más de un centenar de metros, han quedado como vestigios de lo que debió de ser un conjunto espléndido del llamado arte ramirense. Una manifestación artística de enorme carácter cuya brillantez deslumbró, como una llamarada, durante un breve período histórico. Justo antes de empezar a disolverse en el que había de ser primer estilo arquitectónico propiamente europeo.