Enemigos como aquellos esperaba la batería de cabo Silleiro, un puesto defensivo costero cuyos primeros cañones pertenecieron a un acorazado hundido en 1923. Pero la amenaza nunca se presentó, y la artillería, situada en el municipio de Baiona, ha seguido apuntando tercamente al mar desde la cima del monte, donde continúa.
Mucho más vivos que los restos militares están los ríos y arroyos de Oia, que salpican la zona de pequeñas cascadas y parajes como las pozas de Mougás o el pozo del Arco. Algo más al sur, en tierras de O Rosal, espera ese singular conjunto etnográfico formado por una cincuentena larga de molinos dispuestos en hilera sobre las vertientes de los ríos Folón y Picón. Y después viene A Guarda, que se arrima a Portugal con el enorme castro de Santa Trega mirando desde las alturas cómo el Miño se junta al Atlántico. Había aquí ocupantes cientos de años antes de que Roma llegara con sus dioses y sus soldados.
También en las alturas están las torres almenadas de la catedral de Tui, un templo con aspecto de bastión militar que primero fue románico y después se hizo gótico, como se aprecia en el claustro y la extraordinaria fachada principal. Hay que caminar hasta el último recoveco del casco histórico tudense antes de volver, quizá, al norte y detenerse en el antiguo puente que une Baiona con Nigrán.
Parece posible que ese puente, llamado de A Ramallosa o de San Telmo, se construyera sobre los restos de otro arrasado por Almanzor. Lo que es seguro es que en su centro hay un crucero y una imagen del santo, y que su historia se entreteje con leyendas y supersticiones. Como la de cada rincón de la tierra gallega.