Gemodus, que así se llama ese personaje entre la historia y la leyenda, queda sacudido por el descubrimiento y decide retirarse del mundo para vivir aquí, orando y haciendo penitencia. Pronto se le unen algunos compañeros, y de nuevo una comunidad religiosa se asienta en este paraje idílico. Con el tiempo, el pequeño monasterio de Rocas recibirá favores y donaciones de varios monarcas y dependerá en unas épocas de San Estevo de Ribas de Sil, y en otras de San Salvador de Celanova.
Aprovechando las viejas cuevas se construye, hacia el siglo XII, una iglesia de tres naves que llega a nuestros días tras mil incendios y calamidades. En una de sus paredes se abre un hueco que quizá alojó el sepulcro del legendario Gemodus, y aparece también una pintura mural insólita por lo que en ella se representa: un mapa del mundo realizado a finales del siglo XII, y que al parecer quería ilustrar la dispersión de los apóstoles en su misión evangelizadora.
El mismo suelo del santuario está surcado por tumbas antropomorfas, y otras más se encuentran en el exterior de la iglesia, en lo que quizá fue el atrio del monasterio medieval. Los desastres borraron el rastro de aquel edificio, y junto a la iglesia se levanta hoy la casa prioral, una construcción del XVII.